jueves, 13 de febrero de 2014

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Jueves 13 de Febrero de 2014

HIJOS DE REPRESORES: 30 MIL QUILOMBOS

¿Cómo nombrar a los hijos de militares argentinos que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los años 70? ¿Cómo heredaron las atrocidades que cometieron sus padres? En las entrevistas, las respuestas son distintas pero hay algo que se repite: casi nadie quiere hablar, el tema sigue siendo un tabú. ¿Es válida la categoría de víctima? El doctor en antropología de la UNSAM Máximo Badaró y el escritor Félix Bruzzone lo discuten en esta nota Anfibia.  
Por: Máximo Badaró / Félix Bruzzone
Ilustraciones: Facundo Teyo
I
Cada tanto, en la casa de Daniela el teléfono suena y alguien dice:
— Tu papá es un hijo de puta.
Y corta.
A veces atiende ella.
Otras, su hija de trece años.
El mensaje siempre es el mismo.
II
El problema empieza con algunas preguntas.
¿Cómo nombrar a los hijos de los militares argentinos que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los años 70? ¿Cómo heredan esos hijos las atrocidades que cometieron sus padres? Para algunos de los psicólogos que tratan casos así, estas preguntas son el punto de partida.
Pablo Campos nos recibe en su consultorio de Villa Urquiza, un cuarto pequeño con biblioteca de caña. Acerca algunas sillas y nos hace sentar en ronda. Es flaco y movedizo, aunque escucha y reflexiona atento ante cada pregunta que le hacemos.
Considera que la pregunta que traemos es, ante todo, política. Hace tiempo que trabaja con hijos de militares involucrados en la dictadura. Se presenta como psicólogo orientado al esquizoanálisis, una teoría contrapuesta al psicoanálisis, inspirada en la obra de Gilles Deleuze y Felix Guattari. Trabaja sobre la transformación de la subjetividad, los deseos y las prácticas individuales mediante su integración en procesos colectivos.
Algunos años atrás formó un grupo de discusión en el que parientes de militares interactuaban con parientes de desaparecidos, ex integrantes de organizaciones armadas y ex presos políticos de la dictadura. La experiencia duró poco más de dos años.
Este grupo no buscaba “reconciliación”. Su objetivo era contribuir, desde la práctica psicológica colectiva, a la causa de memoria, verdad y justicia.
Pablo tiene una posición tajante sobre la actitud de los hijos de los militares que estuvieron involucrados en la dictadura: si no condenan a sus padres y se distancian de ellos, se vuelven cómplices de sus crímenes. Para él, el camino de estos pacientes debería ser impugnar el vínculo familiar y explorar en el pasado de sus padres para obtener datos que aporten a causas judiciales y permitan esclarecer, por ejemplo, el destino de los desaparecidos. Pablo dice que de esta forma se recompone la subjetividad, el deseo, la historia personal.
—Las prácticas psicoanalíticas que se basan en el eje “papa-mamá-hijo son pura paja” —dice.
El grupo se disolvió en 2006, por los conflictos internos que generaron la radicalización de algunos de sus miembros y los temores que despertó la desaparición de Julio López. Pablo entonces se mudó a un pueblo de la costa del Río de la Plata, donde sigue con sus trabajos sociales y, en sus ratos libres, pesca pejerreyes. Sólo algunos días viene a su consultorio de Capital.
Otra forma de percibir a los hijos de militares represores, opuesta a la de “cómplice”, es la de “víctima”.
Y es esa condición de víctima la que María José Ferré y Ferré y Héctor Bravo, dos psicólogos que durante muchos años trabajaron en una obra social de las fuerzas armadas, identifican en muchas de las conductas autodestructivas, ansiedades y adicciones de los hijos de militares que hasta el día de hoy pasan por su consultorio psicoanalítico.
“Aunque no lo sepan, ellos también son víctimas, son las otras víctimas”, dice María José, acentuando la pronunciación de “otras” y evitando que se cuele el paralelismo con los hijos de desaparecidos.
Pero el paralelismo igual se asoma y el estatus ya consagrado de la “víctima” parece ensancharse y confundirse. ¿Los hijos de los represores también son víctimas de la dictadura?
III
En esta crónica no hay ninguna historia que marque el ritmo del relato: muchos hijos de militares tienen dolor y silencio acumulado, pero no una historia colectiva que haya adquirido estado público.
Hay individuos dispersos que llegan al consultorio psicológico con ataques de pánico, fobias, adicciones o problemas de infertilidad, y meses o años después de la terapia se descubren víctimas, cómplices o acusadores de los crímenes, abusos o delitos que sus padres militares cometieron en los años setenta.
Estos hombres y mujeres conectan recuerdos y conflictos familiares con las tragedias de la historia argentina. Y en ese proceso, lo que sus padres infligieron a miles de personas en nombre de la patria se vincula con lo que produjeron también en sus casas.
Cuando esas conexiones se producen, el hogar se vuelve campo de concentración, y el jardín de la casa de la infancia, monte tucumano.
IV
En el patio, el padre de Sofía y otro gendarme arreglaban una bomba de agua. Ella escuchó la frase.
—Apretala que vomita.
En los años setenta, su padre había entrenado a los perros que se usaban contra la guerrilla. Frente al psicólogo, la frase vuelve a ser dicha, involuntariamente, cuando Sofía habla de sus problemas de infertilidad.
El psicólogo, atento a los pliegues y ramificaciones de la subjetividad en la historia, la toma y la transforma en otro tipo de bomba, una que poco a poco explota en el cuerpo, las palabras y los vínculos de Sofía. Las explosiones repercuten en lo que familia no dice, develan verdades y transforman para siempre la relación con el hombre que entrenaba perros asesinos y ahora aprieta mangueras para que “vomiten”. Y también la liberan.
El psicólogo luego dirá, también, que lo que le ocurrió a Sofía no es muy frecuente. Ni siquiera en el consultorio. Él estima que son uno de cada diez de estos hijos los que se acercan a una consulta. Y aun así, algunos pocos de ellos consiguen llegar al lugar al que llegó Sofía. Es poco lo que estos hombres y mujeres saben acerca de lo que hicieron sus padres. Y son escasas las posibilidades de las que disponen para conectar esas situaciones, esas palabras y esos silencios con aquella historia trágica.
Y a veces, razonablemente, no hay voluntad de hacer esa conexión. El sufrimiento propio se niega, se invisibiliza o se transmuta en argumentos que justifican las acciones de sus padres. Porque muchos de estos hijos creen que todas esas atrocidades son cosas del pasado. Y que la vida debe continuar.


V
Las dificultades para encontrar a personas que quieran conversar sobre el tema se repiten. La gran mayoría de aquellos con los que entablamos algún contacto, además de pedir anonimato, no responden mensajes o faltan a las citas. Así, encontramos al hijo de un represor de La Plata que ya en una oportunidad hizo público su caso. Empezamos a intercambiar mails. Al principio, parecían fructíferos, pero pasaba el tiempo y todo se diluía, como si el hombre se hubiera arrepentido. Más tarde, explicaría por qué: en aquella nota en la que contó su historia, no respetaron el anonimato. Publicaron el nombre real de su padre.
VI
—Se hacen los boludos, sus papás eran unos monstruos pero mis compañeros se hacían y se siguen haciendo los boludos —dice Daniela mientras enumera a sus compañeros de secundaria, la mayoría hijos de militares quienes, según ella, no relacionan el maltrato que recibieron siendo adolescentes, y sus adicciones y frustraciones personales de la vida adulta, con el rol que jugaron sus padres en la represión.
Daniela tiene alrededor de 50 años. Es hija de un ex represor. Elige una mesa ubicada al costado de la puerta trasera de este café, cercano a una estación de tren. Cada vez que entra alguien y deja que pase el frío de la calle, Daniela mira hacia la puerta, levanta los hombros y se desarremanga el pulóver. Cuando la puerta se cierra, se lo vuelve a arremangar.
Al principio habla con cierta timidez. Luego, cuando llevamos ya casi una hora de charla, confiesa.
—Hasta último momento dudé si venir. No sé, es la paranoia, a veces una duda de con quién se va a encontrar, y yo misma tengo altibajos. A veces no me dan ganas de recordar esta historia.
El café está lleno de gente y de ruidos. Entre los pocillos que se chocan y el soplido de la máquina de café, Daniela relata la tragedia familiar. Los recuerdos parecen dejarla sin aire. Habla pausado, regulando la respiración. Algunas veces cuenta algo, mira hacia la calle y se pierde. Otras veces repite:
—Mi viejo me cagó la vida.
Es nieta de europeos que llegaron a la Argentina después de la primera guerra mundial. Según cuenta ella, cuando su padre tiene que justificar lo que hizo durante la dictadura apela a la idea de haberlo hecho para asegurar el porvenir de su familia. Antes del 76, estaba por retirarse: ciertas presiones que ella desconoce lo hicieron seguir.
—Todo era muy loco. Papá pegándole a mamá, pegándome a mí, a mis hermanos, y después, haciendo que nos agacháramos adentro del auto, por las dudas que nos fuera a atacar la guerrilla. Para los que vivíamos en un barrio militar como el nuestro, esas cosas eran de todos los días.
Mira hacia la puerta, levanta los hombros, se arremanga el pulóver.
—Y en medio de todo eso, el cuidado extremo: me mandaron a Brasil, a lo de mi tía, y me quedé allá casi hasta el final de la dictadura.
Aquel viaje también tuvo la ambivalencia típica de los actos de su padre. La resguardaba de la “guerra”, pero también la segregaba de la familia por considerarla “la oveja negra”. Sus dos hermanos se supieron adaptar mejor a las circunstancias: el que se hizo rico en Europa y casi perdió relación con todos ellos, no se cuestiona las turbulencias de esos años de padecimiento. El otro formó una familia y admira a su padre.
Entre sus amigos de aquella época, con los que últimamente Daniela volvió a contactarse a través de Facebook, y con quienes cada tanto comparte algún asado, las cosas son parecidas. Hay uno, incluso, que no se acuerda de nada. Ni siquiera del grupo de amigos. Va a los asados, e interactúa con los demás, pero es un hombre sin memoria. Y, como sugiere Daniela, está ahí para que todos, de alguna forma, justifiquen que es perfectamente posible vivir sin recordar todo aquello.
Ella, en cambio, recuerda. Todo el tiempo. Tras horas de conversación sabremos que en 1981, a los 19 años, intentó suicidarse. También, que su primer marido, padre de su hija mayor, se suicidó a los 29.
Es psicóloga. Estudió la carrera “para entender algo de toda esta locura”. Sin embargo, ninguno de los psicólogos que la trataron asoció su condición de hija de represor con los traumas que padece. Más bien, le dijeron siempre, las respuestas habría que buscarlas en la muerte temprana de su primer marido, en la temprana orfandad de su hija.
Daniela militó inorgánicamente en distintas agrupaciones de izquierda y, si se tiene que definir políticamente, dice que es “anarquista”.
Se ríe. En su cara, la risa queda como torcida, a medio camino entre una risa plena y un gesto irónico, los ojos entrecerrados. Y cuenta, como en una especie de puesta en abismo de todo lo que viene diciendo, lo que le pasó una de las últimas veces que vio a sus padres.
Acababa de despedirlos en la puerta de su casa. No había sido un encuentro agradable. Nunca lo es. Días después, un vecino que suele ayudarla cuando ella tiene algún problema en la casa, le contó que escuchó lo que dijo su padre antes de subirse al auto.
En la vereda, mirando a su esposa: “A ésta también tendría que haberla hecho matar”.
Daniela cuenta que hace tres años mandó una carta a Madres de Plaza de Mayo: comentó su condición de hija de represor. Dijo que estaba dispuesta a brindar ayuda en lo que estuviera a su alcance. Nunca nadie le respondió.
Ahora, dice que siempre respetó a las Madres. Pero que la ausencia de respuesta a su mensaje fue una decepción. Piensa, dirá luego por mail, que (para ellas) “todo lo que viene de los militares es rechazado, incluso los hijos.”
Al día siguiente de la charla en el café, nos escribe: “Salí del bar y me sentí como perdida, y eso me pasa cuando algo me recuerda el dolor de ese tiempo, como en el aire, así como cuando salía de mi casa, pasaba muy seguido, corriendo con las pocas cosas que había rescatado y sin saber adónde ir. En esa época yo era la peor en todo, tanto maltrato psíquico y físico, tratando de disimular un poco y no me salía,  llevaba un dolor que no podía decir”.
A pesar del dolor, la frustración y el silencio, en ningún momento Daniela nombró la palabra “víctima”.
VII
En los relatos de la dictadura y postdictadura es notable la reticencia a la circulación de estas historias. El discurso sobre los 70 suele licuar a padres e hijos del mal en un mismo caldo. Y nadie parece querer hacerse cargo de los matices que hay, no ya detrás de las vidas de los represores, sino tampoco de las de sus vástagos.
Del año 2008 se puede traer un ejemplo bastante contundente de los problemas de poner estos asuntos en escena. Por entonces se estrenaba en Buenos Aires Mi vida después (Lola Arias), obra que cuenta las vidas reales de algunos hijos de los 70, y donde los actores y actrices son los propios protagonistas de esas vidas. Una de las protagonistas es Vanina Falco, hija del ex oficial de inteligencia de la policía federal Luis Falco, apropiador del ahora legislador porteño Juan Cabandié. Ella, que es una de las hijas de represores que logró separarse del campo de concentración a escala íntima que se vivía en su hogar y llegó a testimoniar en contra de su padre, y a poner su propia experiencia en escena cada vez que se representa Mi vida después, recuerda cómo en las primeras funciones se acercaba gente anónima a cuestionar su participación. No era un cuestionamiento por cuestiones “artísticas”, o de “fondo” (ella misma se ocupa, en la obra, de marcar algunas de las instancias del proceso judicial que condenó a su padre, y del cual ella formó parte activamente), sino de “figura”. El solo hecho de que hubiera una “hija de represor” arriba del escenario, para algunos, resultaba controvertido.
Vanina, entretanto, reconoce las dificultades que pueden tener los hijos que no encuentran un rumbo. Y, a falta de colectivos de contención, es ella misma quien a veces se convierte en punto de referencia para otros.
—Algunos se me acercan” —dice—. Pero cada uno tiene que hacer su camino. Porque es gente que está bastante tocada. Si sacan esto afuera es porque encontraron algo bastante tremendo, y no es fácil hacer algo con eso. Todos tenemos nuestro grado de locura, pero algunos están mucho peor y realmente no pueden salir.
VIII
Hay hijos de represores que no hablan porque no pueden, no quieren, no les importa, o no saben qué hicieron sus padres.
Otros hijos de militares de los 70, en cambio, están dispuestos a hablar, y quieren intervenir públicamente. No se reconocen como hijos de represores, ni como víctimas, ni como cómplices. No tuvieron en sus casas campos de concentración en escala íntima y, en general, nacieron en democracia. Miran el presente, y lo cuestionan. Sus padres han sido acusados y condenados por delitos de lesa humanidad en los juicios de los últimos años. Ellos se movilizan, desde entonces, para criticar las falencias jurídicas y las motivaciones políticas de estos juicios.
El 7 de Octubre de 2013, en la marcha frente a los Tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, este colectivo autodenomionado “Hijos y nietos de presos políticos” (presos políticos que vendrían a ser –la aclaración nunca dejaría de ser necesaria- sus propios padres y abuelos, muchos de ellos ex represores) se reúnen unas quinientas personas. Una primera línea, frente al atril por el que pasan los oradores del día, muestra señoras y señores, no muy jóvenes, pero enfáticos en sus gestos. Hay banderas argentinas y carteles hechos a mano. Uno de ellos, pequeño y artesanal, reza “¡NO! JUSTICIA TUERTA”.
Hay gente que vino desde lejos. Uno de los oradores, tucumano, cuenta las características de la lucha que llevan adelante en su provincia. Habla del rumor de los bombos como mantra, o liturgia, que mina la conciencia de los jueces que se preparan para juzgar (mal) a “los malos de los 70”.
Antes del acto contactaron a periodistas, pegaron afiches y grafitearon la ciudad. Bombos por ahora no suenan, aunque sí lo harán después, cuando el grupo invada las escalinatas de los tribunales y desate sus cánticos futboleros.
Los cuestionamientos básicos de “Hijos…” a la forma en que se están desarrollando los juicios contra ex represores apuntan a que los mismos, usualmente, pasan por alto las garantías constitucionales y, en muchos casos, a que los delitos que se juzgan muchas veces no son tales, o no están correctamente probados; y si lo son, si bien pueden enmarcarse dentro de alguna zona del accionar represivo estatal de la última dictadura, no deberían ser todos considerados como delitos de lesa humanidad, y por lo tanto considerarse prescriptos.
IX

Aníbal Guevara y Lorena Moore tienen menos de 35 años y forman parte de la mesa chica de “Hijos y nietos de presos políticos”. El padre de él cumple prisión perpetua en Marcos Paz. El de ella, en pocas semanas conocerá su sentencia. Apenas llega a este café en la esquina de Libertador y Coronel díaz, Aníbal ironiza sobre la esquina que se eligió para la reunión. Libertador y Coronel Díaz. Militares y oligarquía. “Este lugar no ayuda para cambiar el estereotipo sobre nosotros, pero más tarde justo tenemos una reunión acá cerca”.
Aníbal es músico. Nos cuenta que en su primera juventud solía llevar la remera del Che Guevara. Su padre no le decía nada, o zanjaba el asunto con el consabido “guarda que ese mató a mucha gente”. Su padre, por lo que él cuenta, sólo detuvo en sus respectivos domicilios, con actas correspondientes y a la luz del día, a cuatro personas que luego desaparecieron. Fue el único miembro de su unidad militar que se acercó a declarar en los juicios a las juntas en los años 80 y todos estiman que fue por esta participación como testigo que luego quedaría como imputado cuando a partir de 2003 se reiniciaron y ampliaron los juicios.
Aníbal cree que gente como su padre ni siquiera debería ser juzgada. Y al referirse a los juicios en su totalidad, estima que en casi todos los casos, aún en los que acusan a los monstruos máximos, hay errores procesales y presiones políticas que violan derechos y garantías constitucionales.
No reivindican el accionar de las fuerzas represivas ni sostienen la teoría de los dos demonios. Cuando formaron “Hijos…” querían diferenciarse de agrupaciones que cuando critican a los juicios contra los militares terminan haciendo una defensa de la dictadura, como la agrupación “Memoria Completa”, las apariciones públicas de Cecilia Pando o la revista “B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los 70”.
Lorena es abogada. Desde el comienzo de la charla nos dice que nunca pensó que ella iba a tener que usar su pasión por el derecho penal para el seguimiento de una causa contra su padre por violaciones a los derechos humanos. Para ella los juicios contra militares eran algo que sólo aparecía en los diarios y en la televisión, algo relacionado con gente que había cometido crímenes. Pero no era algo que tuviera que ver con su familia. Por eso insiste en mencionar lo extraño que le resulta tener que ir a un penal a visitar a su padre y, por ejemplo, compartir la sala de visitas con represores emblemáticos del dictadura militar como el Tigre Acosta, Miguel Etchecolaz o el propio Rafael Videla y sus familiares. “Imaginate, yo nunca pensé que algo así me podía pasar a mí”- dice.
En la marcha del 8 de octubre frente a los tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, Lorena recibe un llamado de la nieta del ex presidente de facto Bignone. “No pude ir, pero quiero que sepan que los apoyo”, les dice. Lorena la escucha durante media hora mientras piensa: “Todo bien, ¡pero tu abuelo fue presidente!”.
Aníbal refiere un caso similar, aunque más módico, que constata los matices en los que navega “Hijos…”: Una de las oradoras de la marcha frente a Tribunales es una mujer cuyo padre, también enjuiciado y condenado recientemente, era Teniente Coronel en los años 70. Se desempeñaba en una unidad militar cercana a Bahía Blanca que no participaba directamente en la represión, pero que estaba muy próxima a zonas operativas en las que se produjeron atrocidades de todo tipo contra miles de personas. “Con ella está todo bien –dirá Guevara-, pero también tenemos muchas discusiones porque, bueno, su viejo no era Teniente primero, como el mío, o Capitán, como el de Lorena,… ¡era Teniente Coronel!”. En muchas oportunidades Aníbal y Lorena llaman la atención sobre el hecho de que en la dictadura sus padres no ocupaban grados militares importantes ni tenían poder de decisión. Sólo obedecían órdenes.
Aníbal y Lorena dicen que su militancia surge de la necesidad de “hacerle el aguante” a sus padres inocentes (“pero no a los monstruos”- aclaran) y de buscar que los juicios sean ecuánimes.
Le preguntamos qué pasa si un familiar de un represor cuya culpabilidad en violaciones a los derechos humanos ha sido ampliamente probada judicialmente, se acerca a este grupo. Lorena piensa moviendo la cabeza y dice: “en realidad, los hijos de los que más tuvieron que ver ni se acercan, porque saben que son un quemo”. Aníbal aclarará, en un mail posterior a nuestro encuentro, que ellos no defienden personas, sino derechos.
Aníbal y Lorena saben que su militancia está repleta de ambivalencias. Saben que el riesgo de que sus actividades deriven en una defensa de los represores es grande. Y algunas veces, ellos mismos hacen poco para evitar esos riesgos, como cuando comparten actos con los grupos de los cuales buscan diferenciarse.
Otras veces, como el día de nuestra charla en ese café con reminiscencias aristocráticas, Aníbal y Lorena son explícitos en sus intentos de despejar cualquier sospecha de reivindicación de represores. Aníbal dice que si hubiese habido pruebas contundentes y un juicio justo que demostrase la culpabilidad de su padre, él no se opondría a la condena, la aceptaría. Redoblando la apuesta y criticando la irresponsabilidad de los altos mandos de la dictadura, Aníbal incluso dirá que “Videla es el responsable de que ahora mi viejo esté en cana”.
VIII
Una paciente llega tarde al consultorio de María José Ferré y Ferré. María José comenta que es muy habitual que los hijos de militares con los que trabaja no sean puntuales, o suspendan la sesión sobre la hora. Esta vez, la paciente llega bastante alterada, nerviosa, eléctrica. La excusa por la demora es “perdón, hoy estoy con 30.000 quilombos”.
Hasta 2007, hay confirmados alrededor de 15.000 desaparecidos víctimas de la represión ilegal de los años 70 en Argentina. Sin embargo, desde principios de los 80, el número emblemático que se lleva como bandera para reclamar por todos ellos es ese otro: 30.000.
La paciente no toma conciencia de la relación entre sus muchos “quilombos” y el número que usó para hiperbolizarlos hasta que María José, ya en la sesión, se lo plantea.
Los “30.000 quilombos” de la paciente que se atiende con María José resuenan entonces como producto, no sólo de una historia familiar complicada sino como resultado de todas las capas de discurso que hay alrededor de aquellos años. Son, también, los “30.000 quilombos” con los que tienen que lidiar personas como Aníbal y Lorena cada vez que visitan a sus padres en prisión, y cada vez que salen a la calle para llevar adelante la misión de utilizar la denominación “presos políticos” para designar a militares acusados de atrocidades cometidas en los años 70.
Quizá sean, también, muchos otros “quilombos” que están funcionando alrededor sin que los percibamos como tales (aunque sus efectos sean muy concretos), y con los que nos tropezamos al ensayar esta crónica. El silencio. La paranoia. Las ambivalencias de rehuir del pasado para pensar y actuar sobre el presente (y sobre el futuro) pero a la vez pensarse como “hijos de”. Quizá desatendiendo que en esa sola denominación está en marcha tanto la referencia a un pasado trágico como la reivindicación de un principio de acción política que en la Argentina ha adquirido dimensiones excepcionales: el parentesco sanguíneo como condición casi excluyente para el reclamo colectivo de justicia.
Pero el parentesco, lo sabemos, puede ser muchas cosas. Ni herencia ni destino, ni verdad revelada ni condena. El parentesco también puede ser una pregunta abierta, una proyección de futuro que transforma la historia.  

domingo, 16 de junio de 2013

Entrevista en diario Tiempo Argentino

"Los hijos de represores también fueron víctimas"

Los psicólogos realizaron un revelador estudio sobre los casos de hijos de personas involucradas en la represión.

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Por: 
Tiempo Argentino
Lejos de aquellos hijos de militares que hicieron causa común con el accionar de sus padres en la última dictadura, otros jóvenes y adultos, que rechazan esa pesada herencia represiva, sufren las consecuencias psicológicas de intentar cortar con lo que sus padres hicieron y representan. “Lo normal era que la práctica de la violencia más extrema y despiadada desestabilizara a sus autores, y que también acabara resintiéndose de ello el siempre complejo entramado de las relaciones paterno - filiales de los criminales de Estado”. La frase pertenece al libro El alma de los verdugos, del ex juez español Baltasar Garzón y el periodista Vicente Romero, y replica un fenómeno poco explorado en el país que también se repite en las familias del personal civil de las Fuerzas Armadas.
Los psicólogos Héctor Bravo y María José Ferré y Ferré se encontraron con esa problemática a partir de su trabajo de más de 15 años para una obra social de empleados militares y civiles de las Fuerzas Armadas. Allí sus pacientes mostraban síntomas repetidos, marcas que les dejó el accionar de sus padres y el sistemático silencio sobre lo que sucedió. “Al no poder elaborar lo que vivieron sus padres, se inclinan  a encerrarse en algo que no logran procesar. 
Eso les trae pesadillas, trastornos de conducta o trastornos más graves”, explican los especialistas.
Los sueños, como una breve mirada del inconsciente, fueron una de las ventanas para intentar entender el fenómeno. 
A pesar de que nunca escucharon hablar de los secuestros, las torturas o las desapariciones de boca de sus padres, esas cosas no dichas en la familia explotan en sus pesadillas: se sueñan siendo perseguidos, secuestrados, comidos por ratas o torturados.
"Había un nene pero era yo, tenía que pasar bajo un alambre de púas para escapar como de un campo militar porque lo iban a torturar. Llegaba a un lugar que era un kiosco y los militares no lo podían agarrar. La quiosquera se sorprendía de que hubiera podido escapar de ese lugar", es el relato de una mujer de 19 años. Esa estructura se repite entre hijos de militares y civiles que estuvieron activos en la última dictadura.  
Los sueños fueron recopilados y forman parte del estudio que llevan adelante Bravo y Ferré y Ferré. Luego de años de tratar a pacientes con estos sueños y con síntomas similares, decidieron abrir la investigación y recolectar testimonios por fuera del consultorio, por lo que hicieron la convocatoria a hijos e hijas de militares y civiles en actividad entre 1976 y 1983 (otrasvictimas@gmail.com). La vigencia de los juicios por delitos de lesa humanidad, que ponen constantemente en discusión la temática, y la avanzada edad o muerte de sus padres, fueron elementos decisivos para que muchos se acercaran a  intentar saldar esas cuestiones pendientes.
"A partir de nuestra actividad profesional empiezan a acercarse hijos de ex militares o de gente que estaba relacionada a las Fuerzas Armadas, como personal civil. Llegan con temas de consulta diversos, pero empezamos a ver factores que se repiten y a inteligir algunos patrones. ¿Por qué en tantas pesadillas aparece el tema de que sienten perseguidos o casos de delirios?", señala Ferré y Ferré.
Los psicólogos empezaron a detectar patrones entre distintos pacientes y comenzaron a trabajar sobre los efectos del silencio y la transmisión de los traumas a través de generaciones.
"Todos tenemos una historia que es transgeneracional. A todos nos interesa cómo fueron nuestros abuelos y padres en su juventud, pero qué pasa cuando hay un silencio, cuando nadie te responde", se pregunta de manera retórica Bravo. Y agrega que, como psiquiatra, percibió “cómo ese silencio genera trastornos psiquiátricos severos como esquizofrenia, trastornos paranoides, u otros casos más leves como neurosis, o que no pueden procesar los sueños que tienen”.

–¿Cómo influye la mirada de la sociedad sobre los hijos de los militares y ese silencio que sostienen las familias?
Bravo: –En general los militares le decían a sus hijos que dijeran que eran empleados del Estado o administrativos. Recién a los 15 o 20 años se empiezan a enterar y a cuestionar.
Ferré y Ferré: –Ese es uno de los grandes obstáculos. Cuando emprendimos la investigación, la primera lectura que se tiene es que estamos de acuerdo con esa gente y que, por eso, salimos a ocuparnos de sus hijos. Pero no, a mí me parece un horror lo que hicieron pero este es el hijo no su papá. Por eso también es difícil verlos como víctimas.
–En ese sentido, ¿por qué los consideran ‘nuevas víctimas’?
B: –Hubo víctimas directas, los desaparecidos, los niños apropiados, sus familias, y para nosotros existe un sector que nunca fue reconocido como víctima, que son los hijos de los represores. Al no poder elaborar lo que vivieron sus padres, se inclinan  a ir encerrándose en algo que no logran procesar. Eso es lo que trae pesadillas, trastornos de conducta o trastornos más graves.
–El primer acercamiento de los jóvenes se dio como pacientes, ¿ahora cómo se da el acercamiento de los hijos?
B: –Esto que sucede en Argentina, que se juzgue a los responsables, aunque no produce una respuesta masiva sí hemos tenido acercamientos de gente que quiere conversar sobre su experiencia. Algunas personas que no son hijos de represores pero sí de militares o civiles que fueron parte de esa campaña de silencio. La edad avanzada o la muerte de sus padres a algunos también les permite un destape, sobre todo en el caso de mujeres. 
FyF: –Con los juicios, es un tema que permanece vigente pero, por ejemplo, la muerte de (Jorge Rafael) Videla también generó toda una cuestión puntual de la figura del genocida, el torturador. Varias pacientes mías de años, hijas de militares que tenían el alta, me han vuelto a llamar para verme. No creo que sea casualidad.
–¿Cuál es el perfil de quienes se acercan?
FyF: –Nosotros notamos ahora gente que explícitamente nos contacta y nos dice que no quiere tener nada que ver con su padre. Otras personas que llegaban al consultorio (por la obra social) no hacían esa diferenciación tan explícita, era una diferenciación tácita, eran hijos de militares que militaban en izquierda o estudiaban Filosofía y Letras. El que está de acuerdo con lo que hizo su padre tiene muy pocas chances de llegar a una consulta porque hay un montón de cosas que no se va a cuestionar nunca. Y si entra en crisis nunca podrá relacionar eso con lo que hizo su padre.
–Además de la cuestión individual, de cómo afecta a los hijos, también plantean en su estudio un aspecto político y social...
B: –Sí, creemos que en la medida en que no se tome conciencia y no salga a luz toda esta situación, se puede volver a repetir. Por eso hablamos de contribuir al Nunca más porque siempre queda dando vueltas esto del autoritarismo, del terrorismo de Estado, de la tortura como métodos de coacción. Eso se trasmite. Lo que no se dice en la casa, estos silencios que hay forman un nudo que es muy difícil de elaborar para la generación siguiente. Ya hay otra generación, los nietos de la gente que estuvo en la represión que si nunca lo hablan tal vez también tengan algún tipo de trastorno. 
–¿Se puede traspolar este fenómeno hacia la sociedad? ¿Se puede igualar este silencio que hubo en los militares y que afectó a los hijos a la sociedad?
B: –Fue una sociedad reprimida. No es exactamente igual el fenómeno, pero esa represión ha provocado incluso enfermedades en el conjunto de la sociedad. Como todo el mundo se calló entonces alguna coparticipación hay en la culpa.

"Ante los demás, soy como él; tengo que demostrar inocencia"

El joven, que prefiere mantener el anonimato, nació en los últimos años de dictadura. Su padre es Carlos "El Indio" Castillo, quien encabezó la agrupación paramilitar Concentración Nacional Universitaria (CNU) en esa ciudad y ya en dictadura integró los grupos de tareas de los centros clandestinos de detención bonaerenses La Cacha y Pozo de Banfield. 
"Los primeros recuerdos relacionados con mi padre son de él preso, pero sin saber el motivo", recordó a Tiempo Argentino.  Y se distanció de su padre y lo que representa: "Con este peso, con este nombre e historia, me siento muy a disgusto, es algo que se me hace muy difícil de soportar." 
A diferencia de otros represores, "El Indio" ingresó al sistema penal apenas retornó la democracia, cuando en 1984 fue detenido por un intento de secuestro a un industrial en La Plata.
"En los momentos en que estaba con nosotros era una amenaza latente. Me pegó solamente una vez, pero con sus actitudes y obrar siempre estaba a punto de hacerlo y teníamos instalado el miedo. En la crianza siempre fue frío, sin una pizca de cariño", señaló el joven, quien reconoció que intentó acercarse muchas veces a Castillo pero nunca lo logró. "Era una persona con pocos rasgos de humanidad. Vivía como pensaba, que el enemigo es el otro, era capaz de sacar la pistola en el medio de la calle y amenazar a una persona en plena luz del día", relató.
En 1990, Castillo acompañó a Aldo Rico en los levantamientos carapintadas y, en 1991, fue detenido nuevamente con un arsenal apenas a dos cuadras de la Quinta de Olivos.
Sobre su rol en la CNU y la dictadura, el joven se fue enterando a cuentagotas. "Empecé a armar la historia por comentarios de mis padres, quienes catalogaban a 'los zurdos' como 'cagones' y 'traidores'. Además, en comidas o en una quinta les gustaba vanagloriarse de como 'amasijaron' a alguna persona. Pero recién con las últimas publicaciones de Miradas al Sur pude armar el rompecabezas de su participación en la CNU", señaló, quien en 2002, con 21 años, eligió alejarse de su casa y de su padre para siempre aunque, a su pesar, volvió a verlo una vez más cuando Castillo fue a declarar en los Juicios por la Verdad e intentó visitarlo en su trabajo.
"Él se considera un héroe. Espero que al momento en que sea juzgado yo pueda estar liberado de su sombra", manifestó el joven, quien lleva el apellido como una pesada carga.  "Con este peso, con este nombre e historia, me siento muy a disgusto, es algo que se me hace muy difícil de soportar y que muchas veces me ha llevado a no realizar actividades que me gustarían por la mirada que puede pesar sobre mí. Solamente por ser su hijo soy como él ante los ojos de los demás, tengo invertida la carga de la prueba, soy culpable y tengo que demostrar que soy inocente", comentó. Y agregó: "Me considero otra víctima de la dictadura y de los milicos, porque ellos fueron los que instruyeron y orquestaron a tipos como mi papá, igual me considero en el escalón más bajo de las víctimas, muy lejos de los que han sufrido realmente en aquella época", reconoció.
Sobre los juicios por delitos de lesa humanidad, que lo tienen a su padre entre los acusados, aclaró: "Me siento muy bien, creo que una condena va a ser un alivio porque mi miedo más grande es cruzarlo por la calle o que me busque. Como ciudadano celebro los juicios, y no se debe descuidar al brazo civil que actuó, como 'El Indio' y sus secuaces de CNU. No puede ser que hayan vivido más de 30 años con impunidad pudiéndose cruzar por la calle con familiares de víctimas sin que se les mueva un pelo."

martes, 9 de abril de 2013

Desgrabación entrevista a Héctor Bravo, de Radio Noticias de La Pampa


Carlos Mateu: Esta es una mirada hacia otro lado, no son los hijos de desaparecidos que crecieron en la ignorancia y después hicieron un ADN y les dijeron que sus papás eran víctimas de la dictadura. Este es otro análisis, otro abordaje, otra investigación. Tal vez una de las preguntas para formular la hipótesis de trabajo haya sido ¿Qué se sentirá ser hijo de un militar en actividad durante la dictadura?, ¿Qué se sentirá ser adolescente y pensar “mi viejo participó de esto”?, ¿Se hereda la culpa de lo que hicieron los padres? Entre otros, lo entrevistó, o mejor dicho, desarrollaron el trabajo Héctor Bravo, que es médico psiquiatra y María José Ferré y Ferré, que es psicóloga. Trabajaron 15 años, insisto, con hijos de militares activos entre el 76 y el 83 y tenemos el gusto de conversar aquí en la radio con Héctor Bravo, el médico psiquiatra. Buenos días Héctor, mucho gusto, muchas gracias

Héctor Bravo: Que tal Carlos, como le va

CM: Pero muy bien, encantado de conocerlo y de escucharlo, sobre todo, más que nada porque objetivamente nos parece muy interesante esta….yo lo voy a graficar así y usted me va a entender: darse vuelta y mirar hacia el otro lado, detrás de la coraza de los jerarcas de la dictadura. Los hijos y su prole, ¿cómo sentirán lo que papá hizo?

HB: Sí. No es tan sólo los hijos de la jerarquía militar o de militares en actividad en esa época, sino también de lo que significa el personal civil de las Fuerzas Armadas, porque como dice Simon, un escritor norteamericano, por cada represor activo, hay como cincuenta colaboradores pasivos, escribientes, ordenanzas, que fueron enterándose de esto. No es que directamente –en algunos casos sí- la función de los padres de los pacientes era de represión, tortura o asesinato. Sino que estaban dentro de ese círculo de silencio que se prolongó a lo largo de los años. Y los hijos de militares o civiles pertenecientes a las FFAA, son los que han sufrido las consecuencias de ese silencio justamente.

CM: ¿Y cómo vieron ustedes que se traslada esto? Usted me lo podrá decir mejor… en general los hijos tomamos en los primeros años de nuestra vida y sobre todo en nuestra niñez y adolescencia, los conceptos de mamá y papá dichos en la mesa de casa. Uno crece con este mandato cultural y hasta ideológico. Después uno puede modificar la cosa, en virtud de las vivencias propias.

HB: Por supuesto. Ellos son el primer modelo. El problema es que en ese caso, en la mesa no se hablaba de eso, se hacían acciones, o le inculcaban que no debían decir que eran hijos de militares o miembros de las FFAA o de seguridad, sino que eran empleados públicos nada más. Desde el comienzo había un ocultamiento. Muchas veces no se dieron cuenta, hasta que comenzaron la terapia y los tratamientos, que todo este silencio que se había ido prolongando a lo largo del tiempo producía mucho sufrimiento. Sufrimiento que se producía en síntomas psíquicos, físicos o en pesadillas, en sueños que los atormentaban y los hacían sufrir mucho.

CM: ¿Y con qué cosas se encontraron en el relevamiento?

HB: Con esto justamente. Por un lado lo que nosotros denominamos -simplificando la clasificación- en términos neuróticos, el paciente que funciona relativamente bien pero tenía muchas pesadillas, que no le encontraban sentido, sentirse perseguidos…. Y por otro lado los que no tuvieron tanta suerte e hicieron psicosis, esquizofrenia, trastornos bipolares, distintos delirios de persecución, y que se traducían también en síntomas que llevaban a la internación o pesadillas horrendas donde eran perseguidos o se convertían en asesinos, o que comían a las víctimas que tenían. Esto produce lógicamente mucho dolor y sufrimiento. ¿Cuál es la función principal del médico o del profesional de la salud mental? Tratar de disminuir el sufrimiento de los pacientes, porque ese es lo que los lleva a consulta. A partir del trabajo clínico -porque esto no comenzó como un trabajo de investigación, sino clínico- y a medida que fuimos viendo lo que pasaba, nos comenzamos a interesar más en estudiar e investigar esto. Una cuestión no menor es la heredabilidad de la culpa, donde se sentían culpables ellos mismos de lo que los padres habían hecho, lo que ellos suponían que los padres podían haber hecho o podían saber que habían hecho y no dijeron absolutamente nada.

CM: ¿Es cierto que hay diferencias en los testimonios o en las vivencias por sexo, o sea, entre varones y mujeres?

HB: Hemos visto diferencias. Las mujeres en general tenían un rol más pasivo, se identificaban más con la víctima, mientras que los pacientes varones, o desarrollaron una psicosis o  eran trasgresores: mostraron conductas que los padres no aprobaban, adicciones homosexualidad, etc. Justamente en contra de los valores supuestamente levantados por los padres. No hemos profundizado, la idea ahora es tener un universo más amplio de testimonios.

CM: Una especie de “rompo con toda mi herencia”, “hago lo mi papá siempre criticó”, me drogo…

HB: Exacto, o me dejo el pelo largo. Había transgresiones más leves, otras más fuertes.

CM: O me voy a un partido de izquierda…

HB: No es lo más común, pero también se ha dado.

CM: Que cuestione mucho la dictadura y sus integrantes… ¿Y tienen alguna referencia con las esposas de estos hombres?

HB: Sí, también hemos tenido pacientes. La mayoría tienen identificación con los victimarios, salvo algunos casos. Digamos, han convertido la vida, han aceptado esa situación, a veces algunas dicen “nunca dijo nada”, “yo no sabía totalmente”. Pero bueno, de cualquier forma, el hecho de compartir toda una vida, hace que algún conocimiento se tenía de todo lo que estaba sucediendo.

CM: Alguna vez el  señor llegó a su casa y ante la pregunta de “¿cómo te fue querido?”: “Y hoy detuvimos a veinte”

HB :Tanto como eso no. En general había silencio, salvo el caso de una paciente -que creo que en el periódico se relata-, cuyo padre que en un momento determinado, en una cena de Navidad, empezó a contar todo lo que había hecho. Despertó el horror de la paciente.

CM: El padre como que vomitó su verdad...

HB: Pero en un lugar y en un momento no demasiado apropiado. “¿Cómo junto a mi papá con un monstruo?”, se preguntó ella y nos lo repetía a nosotros.

CM: ¿Y ella se entera en ese momento que su padre era un monstruo literalmente?

HB: Exacto. Y era una adolescente.

CM: Perdón que le profundice, ¿y esa chica adolecente en esa cena de Navidad, de que cosas se enteró?

HB: Bueno, de cómo torturaban, de cómo violaban, de todas las conductas sádicas, perversas que tenían estos personajes durante los interrogatorios, durante las situaciones de captura que tenían.

CM: Héctor, y una cosita más, ¿cómo pudieron ustedes, o que evaluación hacen de otro hecho puntual, dentro de todo este combo terrorífico, que fue el robo de bebés? ¿Cómo analizan estas personas analizadas por ustedes el robo de bebés consigo mismos? ¿Se terminaron preguntando “no seré yo un robado”?

HB: Pero por supuesto, en general los señalamos: muchos de ellos se enteran de lo que pasó en la dictadura en la escuela. Cuando comienzan a escolarizarse y habla del tema, después de los años ochenta. El Juicio a las Juntas… se va haciendo público todo lo que en este momento sabemos. Uno tiene que saber que en general que todo chico, entre los seis y diez años, empiezan a dudar de la identidad, de la paternidad. Todos comienzan a pensar que son adoptados o no en algún momento de la vida. En estos chicos, es más grave todavía. Porque realmente ante la situación del robo de bebés, de la restitución, comenzaron a preguntarse si ellos mismos habían sido. Es una población que estamos viendo, nacida en el 76 en adelante. En algunos casos algunos pacientes nacieron alrededor del 70 y eran chicos cuando comenzó la dictadura, pero todo esto fue afectando su sentido de identidad, se cuestionaron a sí mismos a ver hasta dónde eran hijos de estas personas.

CM: Que interesante trabajo ¿Cuántos testimonios han recogido en estos quince años?

HB: Bastantes. No lo podría decir, pero el número en sí es mucho, hemos tenido muchos pacientes.

CM: El trabajo finalmente expuesto y documentado, ¿cómo se utiliza? ¿Quién lo utiliza?

HB: Nosotros  publicamos en una revista de Ciencias Sociales, de la Universidad de Quilmes, el año pasado, un adelanto. Y este año, justamente el 22 de marzo presentamos este trabajo en el Congreso Centroamericano de Psiquiatría, cuyo tema fundamental era “Mente y Trauma”. Tuvo realmente una buena recepción, porque todos los países centro y latinoamericanos sufrieron procesos parecidos en los años sesenta y setenta. Y realmente tuvo bastante repercusión, lo cual nos alegró mucho. El reconocimiento aparte, de que en Argentina se ha trabajado mucho más en ese sentido, que en el resto de Latinoamérica. Algunos médicos dijeron, “acá en este país no hemos hecho absolutamente nada”. Hemos establecido las relaciones como para tratar de seguir ampliando y viendo en distintos países como han sido las reacciones. Yo creo que ha sido de utilidad para ellos también, como la punta de un ovillo para poder comenzar a trabajar.

CM: Le quiero hacer una última pregunta a Héctor Bravo, el médico psiquiatra, desde su condición nos puede alumbrar un poquito más esto. Ya no pensando en los hijos de los represores, sino los mismos represores y desde esa estructura psiquiátrica o mental que tiene un ser humano ¿Qué se tiene cuando se avala el asesinato o la tortura, sobre todo la tortura, el mutilar al otro, a un semejante que grita…?

HB: Producirle dolor al otro

CM: Producirle dolor al otro, el dolor que le provoca el grito, el llanto, humillación, etc. ¿Qué se tiene en la cabeza? Permítame la pregunta tan de tribuna de fútbol.

HB: Es difícil saberlo. Muchos de ellos son personas psicopáticas, perversas. En otros había mucho miedo en este proceso. Miedo a lo que pasaba y era una forma de reaccionar, de pretender defenderse de ese miedo y lo proyectaban y aplicaban sobre la persona, el otro. Creo que fundamentalmente pasa por ahí. Y en algunos otros está la obediencia debiida, así como hubo casos, los vemos en los relatos, de militares que decidieron retirarse antes que ejecutar una orden de ese tipo. Depende de la estructura moral de cada uno. Son los valores que son más predominantes en la constitución de su personalidad.

CM: Muy interesante, doctor Bravo, muchas gracias.

lunes, 8 de abril de 2013

Entrevista en Radio Noticias, provincia de La Pampa

Desde La Pampa también se interesaron por nuestra investigación. Este sábado por la mañana, el Dr Héctor Bravo fue entrevistado en "El Aire de la Mañana", programa de Radio Noticias, La Pampa, por su conductor Carlos Mateu.

Compartimos con ustedes el audio:




domingo, 24 de marzo de 2013

Entrevista en el Diario Perfil

Nuestra investigación se difunde en los medios. María José Ferré y Ferré y Héctor Bravo fueron entrevistados por el Diario Perfil de este domingo 24 de Marzo. Ésta es la nota:





A 37 AÑOS DEL GOLPE MILITAR  

Los "otros" hijos que crecieron con un padre torturador

Durante 15 años, dos especialistas estudiaron las secuelas psíquicas y sociales sufridas por hijos de militares que participaron de la represión en la dictadura.

Por Fernando Torrado | 24/03/2013 | 18:05

Cómo es ser hijo de un represor.
Cómo es ser hijo de un represor. | Foto: Cedoc
¿Qué se sentirá ser hijo de un militar en actividad durante la dictadura? ¿Qué sucedía dentro de sus hogares? ¿Se hereda la culpa de lo que hicieron los padres? Héctor Bravo, médico psiquiatra; y María José Ferré y Ferré, psicóloga,intentan responder estas preguntas. Después de trabajarquince años con hijos de militares activos entre 1976 y 1983 se proponen analizar las consecuencias psíquicas y sociales en esos hijos: síntomas físicos, transgresiones e identificaciones con el agresor y las víctimas.
Bravo y Ferré y Ferré recibieron a PERFIL en su casa de Congreso. Los terapeutas se sentaron en el diván, y entre pilas de libros, CD y un clásico tocadiscos, conversaron sobre estos hijos a los que consideran “otras víctimas” de la dictadura.
Los especialistas cuentan con las historias clínicas de los pacientes que aceptaron ser parte de su trabajo, pero quieren ampliar aún más el universo de estudio. Para eso abrieron una convocatoria a otros hijos de militares para que sumen su testimonio. Los casos analizados no involucran sólo a padres torturadores: muchos de ellos son militares que sabían de los crímenes y guardaron silencio, pero no fueron represores.
El único antecedente de una investigación similar es “Tú llevas mi nombre. La insoportable herencia de los hijos de los jerarcas nazis”, de Norbert y Stephan Lebert, que habla del padecimiento de los hijos que cargan con apellidos vinculados al nazismo. En el caso de la dictadura argentina, se trata de una propuesta inédita: “Nunca nadie se ocupó. Algunos han comenzado a investigar, pero muy pocos. Sobre todo no se ha hecho público”, sostiene Bravo.
Los sueños y pesadillas son las llaves de entrada que tomaron los especialistas para conocer este sufrimiento oculto. Estos hijos crecieron con padres que en sus casas los acariciaban y los cuidaban, mientras fuera de sus hogares, de espaldas a ellos, estaban vinculados a la represión ilegal. Los pacientes más leves se identifican en sus relatos con la víctima y no con el victimario. En sus sueños viven en carne propia lo que padecieron las víctimas de la dictadura. Persecuciones por desconocidos, delaciones por alguien de confianza y documentos que se borronean en el agua son algunas de las imágenes que aparecen en las historias. Los que están más graves, en cambio, se identifican con el padre y no con la víctima. Estos pacientes sufren delirios y brotes psicóticos, y cuando evolucionan tienen sueños en los que ellos ya no son victimarios, sino víctimas.
Las conductas de estos hijos no son iguales en mujeres y varones: ambos géneros sienten el pasado de sus padres como una carga pesada, pero lo viven de distinta manera. Ferré y Ferré sostiene que “las hijas mujeres tienen una conducta más pasiva, como hacer elecciones de pareja en las que la pasaba muy mal y someterse a situaciones de maltrato. El hijo varón, en cambio, se identifica más con aspectos que sus padres hubieran repudiado: transgresión, adicciones, homosexualidad, militancia en partidos de izquierda”. Otra diferencia, señala Bravo, está en la idealización del padre: “Al varón le cuesta más romper con el padre. Lo ha tenido idealizado, aunque lo maltratara. Ese proceso de desidealización se va dando con el tiempo”.
¿Cómo es ir al colegio y aparecer en la lista con un apellido vinculado a la dictadura? ¿Es fácil entregar un currículum para un nuevo trabajo? ¿Qué dicen los hijos cuando les preguntan por el trabajo de sus padres? Cuando eran niños, a la salida de la escuela, no podían repetir dos veces seguidas el mismo camino. Si querían saber por qué, la respuesta era siempre la misma: “Porque yo te lo digo”. En la mesa familiar, por temor a represalias, les insistían que no dijeran que su papá era militar. Otras veces, los padres cambiaban de habitación y dormían lo más al fondo posible de la casa. Este tipo de vivencias afectaron la vida adulta a través de problemas de adaptación en la universidad y el trabajo.
En las familias de militares había un pacto de silencio: “De esto no se habla”. Los civiles y militares, si conocían o sabían algo que pasaba, no lo comentaban en familia: se callaban. Así como en la casa no asumían el riesgo de hablar del tema, tampoco lo hacían afuera. Bravo asegura que “la sociedad no discrimina a estos hijos. Tanto que tampoco se sabe de su sufrimiento. Poca gente ha hablado de esto, por lo cual termina siendo un problema interno de ellos”. Por eso estos hijos se sorprenden y agradecen cuando en el espacio de la terapia encuentran un lugar para ser escuchados y acompañados.
La mayoría de estos hijos se enteró de las torturas y los crímenes de la dictadura a través de la escuela. Saber que en la dictadura hubo robo de bebés hizo que muchos de ellos empezaran a dudar de su identidad. ¿Seré un hijo de desaparecidos?, se preguntaban algunos. El vínculo con sus padres ya no era el mismo: cuando estos hijos tuvieron edad para interrogarse sobre sus padres, ya eran más grandes y compartían pocos momentos con ellos. A los hijos, en general, les costó animarse a hablarlo. Los padres, salvo excepciones, tampoco dijeron nada.
El silencio de la infancia, lejos de romperse con los años, se mantiene cuando los hijos son adultos. Muchos de ellos, en una entrevista de trabajo, dicen que su padre era empleado público. A pesar de que nada les impide sincerarse, siguen eligiendo ocultar el pasado. ¿Por qué ocurre esto? Los especialistas coinciden en que los sentimientos de culpa y vergüenza, junto a la carga del “qué habrá hecho mi papá”, son los que sostienen y prolongan ese silencio. La tarea de estos hijos, con la ayuda de los terapeutas, es desencriptar eso que no fue dicho para poder elaborarlo y que la culpa y la vergüenza no se transmitan de los padres hacia los hijos.
Pocas veces ha pasado que padres e hijos hablen de lo sucedido en años de dictadura. ¿Cuál es la relación más deseable que pueden construir? Los especialistas dicen que lo más sano es hablar del tema. No todos los hijos lo viven de la misma manera. Algunos se enojaron con sus padres por su pasado y tomaron distancia de ellos. En otros predominó el miedo a empeorar la convivencia. Bravo y Ferré y Ferré sostienen que la situación ideal es que los hijos tomen la iniciativa, ya que es difícil que un padre se sincere sobre su vida pasada.
Los investigadores aseguran que lo que estos hijos y sus padres no hablaron sobre larepresión ilegal en la dictadura igual se transmite en la vida cotidiana. El pasado de los padres puede aparecer en el presente de los hijos. Algo similar ocurre en los casos de violencia cotidiana: muchos chicos que fueron golpeados en la infancia con los años se convierten en golpeadores. Ferré y Ferré destaca que el análisis y la comprensión sirven para evitar que se repitan esas conductas no deseadas: “El hecho de que los descendientes de los victimarios puedan elaborar esto también es una medida de prevención a futuro en cuanto a conductas de transgresión y de violencia”.
Las veces que padres e hijos pudieron hablar del tema dieron lugar a distintas reacciones. Ana Rita Vagliati tiene 41 años y es hija de Valentín Milton Pretti, un policía bonaerense ligado aRamón Camps y Miguel Etchecolatzque participó de la represión ilegal en el Centro de Operaciones Tácticas I de Martínez. Su aversión al pasado de su padre la convenció de pedir el cambio de apellido, al que consideró un “símbolo oscuro” de la dictadura. Hace seis años, la Justicia autorizó su pedido. A partir de ese momento lleva el apellido materno: Vagliati.
La alemana Gudrun Himmler, de 83 años, es protagonista de un caso inverso: se siente orgullosa de ser hija de un represor. Su papá fue Heinrich Himmler, jefe de las SS de la Alemania nazi. En su infancia recorrió el campo de concentración Dachau y presenció los encuentros de su padre con Adolf Hitler. Lejos de repudiar al nazismo, esta abuela es una de las cabezas visibles de Stille Hilfe (Ayuda Silenciosa), una asociación que nació en 1951 para pedir la liberación de 700 jerarcas del Tercer Reich. Este organismo maneja fondos para asistir económicamente a nazis y niega la existencia del Holocausto.
La frase “Nunca más” simboliza el repudio a la tortura y desaparición de personas durante la última dictadura. Los especialistas aseguran que para completar esa consigna hay que abordar las historias de estos hijos como otra clase de víctimas. “Los hijos de desaparecidos encontraron, merecidamente, un montón de espacios en los que ser escuchados y contenidos. No ha pasado así con los hijos de los victimarios”, señala Ferré y Ferré. Bravo aclara que no es una comparación entre dos tipos de sufrimientos, sino abordar la existencia de una clase de víctimas desconocidas: “Si se enferman por esto, también son víctimas”.

 

Cuando tu padre es un monstruo

Por F.T. | 24/03/2013 | 03:57

Hace quince años Bravo y Ferré y Ferré iniciaron un trabajo clínico sobre la salud mental de los hijos de militares en actividad durante la última dictadura. Las consultas que empezaron a recibir de esta población específica dieron lugar a la recolección de datos que, con la autorización de los pacientes, se trasladó al campo académico y formó parte de una tesis de diplomatura de Ferré y Ferré. PERFIL accedió al testimonio de dos pacientes que forman parte de los casos analizados por los investigadores:
 Una joven de 25 años vivió una experiencia poco frecuente en este tipo de historias: su padre se le acercó y le contó cómo torturó en la dictadura. Desesperada por el contraste entre el papá que jugaba de chica con ella y el torturador que se confesaba, llevó la angustia a terapia: ¿Cómo junto a mi papá con un monstruo?”, se preguntó.
Una mujer de 30 años tenía pesadillas en las que mutilaba personas y se las comía. También sufría delirios: si había un accidente, sentía que era su culpa y que le gritaban “¡Asesina!”. Años después, dejó de soñar que mataba personas y empezó a soñar que era atacada por ratas que la mordían.
 La aparición de las ratas en los sueños no es casual: tiene que ver con uno de los métodos de tortura utilizados por la última dictadura militar. Se trata del “rectoscopio”, que era un tubo que se introducía por el ano de los varones o la vagina de las mujeres, por el cual se largaba una rata viva. Cuando el animal quería salir empezaba a morder por dentro el cuerpo de la víctima.
 Para su investigación, Bravo y Ferré y Ferré buscan ampliar la población y convocan a aquellos que quieran brindar nuevos testimonios a escribir a otrasvictimas@gmail.com o visitar otrasvictimas.blogspot.com. La idea es sumar a las historias clínicas nuevos testimonios de personas que hayan vivido situaciones similares y quieran comentarlas. El trabajo definitivo podría derivar en la publicación de un libro.



martes, 5 de marzo de 2013

CONVOCATORIA


Proyecto de Investigación: Dictadura, otros hijos, otras víctimas



¿Cómo es crecer con un papá represor? ¿Que sucedía en el interior de esos hogares durante la época de la última dictadura cívico- militar? ¿Se hereda la culpa? Los hijos e hijas de represores, ¿son igual de culpables, tienen algún grado de responsabilidad?

Somos dos psicólogos argentinos que hace tiempo nos hacemos estas preguntas. Trabajamos hace más de una década como terapeutas de hijos de represores. Notamos que existe en la sociedad una tendencia a identificarlos con los mismos victimarios. Sin embargo, nosotros sostenemos que se debería poder desligar a los hijos de lo que hicieron sus padres. No sólo no tuvieron que ver con su accionar criminal, sino que también muchos padecieron consecuencias psíquicas por la labor que desarrollaban sus padres en aquella época.

Por eso, iniciamos un proyecto de investigación sobre hijos e hijas de militares y civiles en actividad entre 1976 y 1983, una nueva categoría de víctimas que no ha sido reconocida ni escuchada en la academia, ni en publicaciones ni en medios de comunicación.

La investigación pretende recopilar sueños de los hijos e hijas de los victimarios de la última dictadura cívico-militar. Queremos analizarlos a través de categorías teóricas como la transmisión inter o transgeneracional de vivencias traumáticas. Este concepto del psicoanálisis involucra la repetición inconsciente de lo silenciado, lo “no dicho” y de lo “no representado” de una generación a otra. En estos casos, siempre está relacionado con el horror, la tortura, el asesinato.Crecer en ese clima familiar puede favorecer la formación de síntomas físicos, pesadillas, identificación con el agresor, agresividad difusa, tendencia a la transgresión y dificultad para establecer vínculos positivos, entre otras cosas.

Nuestra búsqueda apunta a encontrar a esos “otros hijos”, conocerlos, hablar con ellos para identificar aquello que se presenta como diferentes síntomas. Tenemos cientos de testimonios, pero queremos escuchar más. Este encuentro no pretende tener ningún tipo de relación con las causas judiciales ni apuntan a denunciar penalmente a los padres.

El enfoque que nos proponemos no ha sido estudiado aún en nuestro país. Existe un sólo antecedente en este abordaje: “Tú llevas mi nombre. La insoportable herencia de los hijos de los jerarcas nazis”, escrito por Norbert y Stephan Lebert, en Alemania. El libro, publicado en 2000, cuenta el padecimiento de los hijos que cargan el apellido y la culpa por los crímenes de sus padres nazis. Dada la escasez de trabajos en esta temática, esta investigación inédita pretende ser una contribución al anhelo del “Nunca Más”: completar el estudio de todas las partes de la represión, víctimas y victimarios, para que finalmente se cumpla la esperanza de que no se vuelva a repetir el terrorismo de Estado y los hechos trágicos que le sucedieron.

El silencio NO es salud, y queremos escucharlos, oír sus palabras. Los invitamos a aportar sus sueños como testimonios. Garantizamos la confidencialidad y el anonimato, en un ambiente ameno dispuestos a compartir y aportar sus vivencias. Pueden escribirnos a otrasvictimas@gmail.com para consultarnos dudas o inquietudes, saber más del proyecto o aportar su testimonio. El contacto inicial es vía mail, por razones de organización y confidencialidad.

Lic. María José Ferré y Ferré y Dr. Héctor Bravo
Contacto de prensa: Jimena Rosli y Diana Ovejero Ferré
http://www.otrasvictimas.blogspot.com.ar/